domingo, 11 de septiembre de 2011

11-S

No es pesimismo creer que el dolor nos describe, nos ubica, nos marca a fuego. No solo el que sufrimos en nosotros mismos, que sería lógico, sino también el horror al que asistimos como espectadores. Cuando el cerebro ya no puede controlar el estímulo que recibe, ya no racionaliza, el miedo se apodera de nuestra mirada. Nos abandonamos a la necesidad de sobrevivir y, a veces, la única manera de empezar a hacerlo es comprendiendo. Y eso es imposible frente al horror irracional que provoca el fanatismo.

Nadie recuerda dónde estaba, qué estaba haciendo exactamente, cuando cayó el muro de Berlín. Pero todos recordamos, con una claridad sorprendente, dónde estábamos y qué estábamos haciendo el 11 de septiembre de 2001.

En mi caso, estaba trabajando en el Diario de Mallorca y habíamos salido a comer a un restaurante de menú cercano al periódico. Estábamos esperando la comida cuando vimos las imágenes en el Telediario. Cuando impactó el segundo avión, dejamos la comida en la mesa y salimos corriendo hacia la redacción. Sabíamos que esa noche iba a ser larga.

Sin embargo, había algo en mi vida, un pequeño detalle, que convertiría ese día en algo más complejo emocionalmente. El 8 de septiembre, tres días antes del atentado, se casó en Sóller mi amiga Ana. Lo hizo con Ricardo y a su boda estábamos invitados un buen número de amigos. Entre ellos, Vijaya Shanker, un joven malayo que conoció en un college neoyorquino y que compartió mesa con nosotros. Con esos vínculos magníficos que promueve la felicidad, Vijaya se convirtió en un afín más. Prometimos visitarle en Nueva York, donde vivía y trabajaba, como agente de seguros, en las Torres Gemelas. El lunes 10, a primera hora, partió de regreso a Estados Unidos. Como les dijo a sus padres, “mañana iré a la oficina a primera hora porque tengo mucho trabajo que hacer”. Según me contó Ana después, esa fue la última vez que habló con ellos. Vijaya trabajaba en AON, la aseguradora ubicada en la planta 103 de la torre sur, la segunda en ser golpeada.

Los seis grados de separación se fusionaron en uno. El destino es incómodo. Apenas tuvimos tiempo de alimentar esa amistad. Quizá nunca hubiera llegado a serlo. Quizá después de aquella boda, viviendo en países distintos y lejanos, el tiempo se encargaría de situarnos en otros lugares. Quizá Vijaya podía haber sido un recuerdo vago y remoto en algún rincón de la memoria. Ahora sé que eso es imposible. Vijaya ha quedado grabado en nuestro recuerdo como quizá nunca hubiésemos pensado mientras disfrutábamos del baile en la boda de Ana.


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