No sé si a ustedes les pasaba lo mismo pero yo, cuando era pequeño, tenía fama de raro. En la infancia, esa época tan compleja en la que se precocina al futuro adulto, no hay nada que esté peor visto que la diferencia. Ser diferente al resto de los niños es, directamente, motivo de rechazo social. Yo era raro: no me gustaba el fútbol, me encantaba leer aventuras de Los Cinco y tebeos de Tintín, no entendía la obsesión de mis compañeros por jugar violentamente a cualquier cosa, y prefería encerrarme en mi habitación, donde tenía un universo propio, a mi imagen y semejanza, que sólo compartía con un reducido grupo de espíritus afines. Omito la parte tenebrosa de la historia que tampoco es plan de amargarles el día pero les aseguro que el camino que tiene que recorrer “un raro” no es nada fácil. Y, de repente, desde esta edad, supuestamente madura, en la que habito, leí, con una sonrisa, que el director general de las Galletas Gullón, el señor Félix Gullón, ofreció un consejo a los licenciados de la Universidad Europea Miguel de Cervantes. Y ese consejo fue: “Ser raros”.
No os quiero contar lo contento que me puse. Primero, porque el consejo viniera de un señor que fabrica galletas, que me parece todo muy Tim Burton; y segundo, porque me encantaría vivir en un mundo de niños raros. Ser raro con siete años es mucho más arriesgado que serlo con 30, se lo aseguro. Te obliga a ser valiente, prudente, a valorar la diferencia y a entender el fracaso como una experiencia de la que aprender. Como los personajes de Glee, la serie musical que si se hubiese emitido cuando yo tenía 13 años, me hubiese ahorrado muchos quebraderos de cabeza. Por eso, me gustaría animarles a tener, y a educar, toda una generación de niños raros. Estoy orgulloso de ser raro, me gusta ser raro y lo único que siento es que realmente no soy tan raro como muchos creen.
El premio que tienen los "patítos raros" como tú, es que con el tiempo se transforman en deslumbrantes cisnes. Somos muchos los "raritos".
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