Hay noticias que actúan como una sauna finlandesa. Te sometes a ellas, te encierras en sus argumentos y, en ocasiones, notas cómo te acaloras ante lo que estás leyendo. Y acto seguido, sin apenas haber llegado al punto final de la columna, cae un jarro de agua fría, una bajada de temperatura que te arranca un grito. O una carcajada, que la mente humana es más imprevisible que una declaración de José Bono. Un proceso frío-calor que, en el caso de la sauna, mejora la circulación de la sangre, elimina toxinas y purifica la piel; en el aspecto noticiable, te desconcierta.
Eso sucedió cuando leí aquella noticia sobre los intérpretes de las músicas que se habían empleado en Guantánamo para torturar. Ellos se habían rebelado ante esas prácticas y, especialmente, ante el uso de sus canciones en ellas. Rage Against the Machine, Metallica o la mismísima Britney Spears habían sonado a un volumen atronador en el interior de una celda minúscula empleada para los interrogatorios.
“Soy un monstruo”, pensé. “Ha sido leer la palabra ‘tortura’ seguida de ‘Britney Spears’ y me ha entrado la risa floja”, le conté a mi amiga Marta en pleno remordimiento de conciencia.
“Ya sabes que soy de la opinión de que podemos reírnos de todo. El matiz está en lo oportuno de esa risa y en la mayor, o menor, fortuna con la que afrontes el chiste. Pero por lo demás, tranquilo”, apuntó Marta. Ella siempre me tranquiliza. “Yo, por ejemplo, tengo un vecino al lado que desde las diez de la mañana hasta prácticamente las 12 de la noche está poniendo reggaeton a un volumen inhumano. Solo descansa cuando se sube en el coche y se lleva la música a otra parte. Nunca mejor dicho porque el tipo ‘tuneó’ su vehículo con unos altavoces robados de alguna macrodiscoteca de Eivissa gracias a los cuales retumba el maldito reggaeton hasta con las ventanillas bajadas”.
“Entonces, ¿no soy un ser despreciable por haber esbozado una sonrisa ante determinados datos de la noticia?”, pregunté, no muy seguro de la respuesta. “El humor es un misterio”, contestó. Y sonreí diez minutos. El tiempo que transcurrió hasta que me enteré que había militares estadounidenses que llevaban la selección musical de la tortura en el iPod. La carpeta se llamaba Guantánamo.
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