El martes se me olvidó ser feliz. Aún no entiendo cómo pudo suceder. ¿En qué estaría yo pensando? El martes pasado, Madrid fue capital mundial de la felicidad y yo sin enterarme. Lo descubrí al día siguiente y me invadió una sensación de derrota, de oportunidad perdida, que aún hoy intento superar a base de magdalenas rellenas de chocolate. El chocolate genera endorfinas y, digo yo, que a falta de felicidad, buenas son las endorfinas. La designación de Madrid como capital de la felicidad tenía que ver con el primer congreso internacional sobre ese asunto que se celebraba en la ciudad. Todo estaba organizado por el Instituto Coca Cola de la Felicidad. Empezábamos mal. A mí la Coca Cola me provoca gases y los gases no me hacen feliz.
El filósofo Javier Sádaba, el psicólogo Javier Urra, el divulgador científico Eduardo Punset, la alpinista Edurne Pasabán o uno de los 16 supervivientes del accidente aéreo ocurrido en los Andes en 1972, Gustavo Cervino, fueron algunos de los participantes que, desde sus propias experiencias y conocimientos, intentaron darnos herramientas para ser felices. Entre los ponentes también estaba el primer ministro de Bután, Jigme Thinley, un político tan revolucionario como la utopía, que propuso crear un índice, como el PIB, que mida la Felicidad Nacional Bruta (FNB). Cree que hay que medir el desarrollo de los países según las sonrisas de sus habitantes. Bután, ese pequeño país situado en el Himalaya, con unos 700.000 habitantes, está considerado uno de los estados más felices del mundo. Nosotros tenemos tasa de paro; ellos tienen tasa de infelicidad. La nuestra es del 20%; la de ellos, un 3%. Según Thinley, los valores para medir dicha felicidad se basan en un desarrollo socioeconómico sostenible, en la preservación y promoción de la cultura, en la conservación del medio ambiente y en el buen gobierno. O sea, que podemos darnos por jodidos. Nunca seremos un país feliz. Cuanto antes lo asumamos, mejor para todos.
El miércoles, mientras me enteraba que había llegado tarde a mi oportunidad de ejercer como individuo feliz en una ciudad feliz, recibí la llamada de un amigo que me informó que los dos días de celebración del congreso eran dos días de felicidad oficial. O sea, que ese miércoles aún disponía de la ocasión de ser feliz. La noticia me pilló escribiendo un sketch sobre la inmunda versión que hizo Ramoncín del Come as your are de Nirvana y su posterior perdón a los fans. O sea, me pilló en plena desdicha para mis oídos. Venía de un día en el que había vuelto a madrugar –eso, para mí, es un síntoma de absoluta tristeza-, de un trayecto en Metro donde constaté que, si el desarrollo de España se midiera por la sonrisa de sus habitantes, estábamos en un oscuro agujero negro, de encontronazos y zarandeos –porque la multitud es muy maleducada- y de una lectura del último libro de Bret Easton Ellis, Suites Imperiales. Así, ¿quién demonios iba a pensar en felicidad? Ya sé que lo importante en la vida no es lo que pasa sino lo que hacemos con lo que pasa. Como dijo Jean Paul Sartre, no hacer lo que uno quiere sino querer lo que uno hace. Pero me di cuenta que yo no podía hacer nada para intentar ser feliz porque la felicidad no dependía de mí. Para ser feliz no me basta con la egoísta satisfacción personal: necesito que mi entorno familiar y emocional también esté feliz. Necesito tener esperanza y esa se diluye cada vez que me siento ante un Telediario o abro un periódico. Lo único que puedo hacer es intentar relativizar el disgusto, usar mi experiencia para prever la caída y levantarme después con la menor cantidad de rasguños posibles, ser un mero observador lo suficientemente atento a lo que sucede para no volver a dejar pasar la sensación de felicidad y disfrutarla plenamente la próxima vez que me señale.
Y recordé la noche anterior, cuando en la sede del Instituto Europeo de Diseño, tuve delante al actor Clive Owen. Era una fiesta en la que se presentaba la edición limitada del whisky Chivas 12, en un estuche creado por el diseñador barcelonés Alex Trochut. Entre cócteles, canapés y mujeres muy del estilo Ana García Siñeriz, tuve la suerte de asistir, frente a frente, a la mirada del señor Owen (Closer, Hijos de los hombres). Tampoco es que el hombre fuese accesible, de hecho se situó en su pequeña zona reservada y se pasó buena parte de la velada hablando con amigos y de espaldas al resto de invitados, por si acaso caían en la fea tentación de hacerle fotos con el móvil como si fuera Copito de Nieve. Pero a mí me bastó con tenerle delante, con mirar sus ojos verdes y recibir una minúscula mueca, como un aperitivo de sonrisa, a modo de saludo. Porque, en el fondo, quizá la mejor manera de ser feliz sea conformarse.
No puedo evitar que lo de la "felicidad" me suene a ideal del Superpop, a aspiración burguesa (eran felices ya que no podían aspirar a otra cosa), a resignación frente a lo limitado de nuestra naturaleza...
ResponderEliminar¿Seré un amargado?
Yo creo que no es usted un amargado. Pero es importante reconocer los momentos felices para aprovecharlos, exprimirlos y bebérselos.
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